¡El hermano tiene la culpa de que me vaya de la Iglesia!




Mi abuela se bautizó pocos años después de enviudar. El Evangelio le devolvió la esperanza de volver a ver a su amado esposo. Pero con el tiempo, cambió de barrio. Y en ese nuevo barrio le hacían groserías, le hacían fuchi (ella era mucho muy pobre) y un buen día ella decidió que era mejor dejar la Iglesia.

Cuando ella murió yo tenía 10 años de edad y no sabía nada de ninguna iglesia mormona. Entonces mi mamá decidió enseñarnos el Evangelio.

Les aseguro que los que le hacían desprecios y groserías a mi abuela ni cuenta se habían dado. A veces somos inconscientes, lo admito. Otras, cínicos, lo concedo. Pero en un examen muy minucioso de conciencia, casi estoy seguro de que ni siquiera le hacían tantas malas caras. Y la mayoría de ellos se quedaron en la Iglesia. Casi puedo estar seguro de que al seguir en la Iglesia hasta pudieron compensar con buenas obras y con sus llamamientos los fuchis que le hicieron a mi abuela.

¿Quién perdió ahí? Adivinaron: mi abuela. Le faltó recordar que su meta era reencontrarse con su amado esposo, y que eso sería posible gracias a Jesucristo, con quien ella había hecho convenios. Décadas después, cuando comenzamos a asistir a la Iglesia, mi madre tuvo que soportar otra tanda de miradas altaneras, comentarios despectivos y reproches gritados de las hermanas que vivían en la parte residencial del barrio. Conozco a mi madre, y es de las personas más intolerantes y reservadas; odia sentirse rechazada y odia aún más provocar incomodidad con su presencia. Pero aquí, en la Iglesia, es harto distinto: ella sabe a qué viene, sabe que estableció convenios con Dios para volver a Su presencia y para recuperar a su madre, entre otros amados seres. Un calvario similar han hecho pasar a mi prima, quien hace más de seis años también pasó la difícil prueba de perder a su marido: ha servido fielmente entre hermanos malintencionados, hermanas fisgonas, insidiosas y beligerantes y líderes abusivos que consideran adecuado dejar en casa a sus esposas para asistir a los bailes de mujeres jóvenes para bailar con ellas y salir a tomar aire fresco y platicar bajo la luz de las estrellas. Con todo y lo frustrante que es, mi prima sabe qué es lo que persigue en la Iglesia. Sabe que quiere recuperar a su esposo para la eternidad y que, en tanto persevere y no se distraiga con lo que no es verdaderamente importante recibirá todas las bendiciones que anhela.

Creo estar en posición de comprender porqué el comportamiento de otros miembros motiva a algunas personas a abandonar la Iglesia y sin embargo no considero que sea culpa de los miembros groseros el que los otros se vayan. Conozco muy bien las consecuencias de abandonar la Iglesia. Yo ya sé cómo funciona eso: la que perdió fue mi abuela: perdió oportunidades de servir, de ir al templo, de enseñar a su hija el Evangelio, de tener nietos que lo vivieran desde el nacimiento. Ella se privó a sí misma de todo eso por no estar concentrada.

Si alguien desea irse de la Iglesia, está en todo su derecho, pero no debemos olvidar que siempre conservamos nuestro albedrío, las palabras ásperas, las groserías y malas caras no nos arrebatan en ningún momento la preciosa oportunidad de decidir por nosotros mismos.
Podemos decidir orar para recibir fortaleza en nuestras debilidades, podemos decidir servir y a amar a aquellos que parecen querer perjudicarnos y podemos decidir seguir el ejemplo de Cristo, porque verdaderamente muchos de ellos "no saben lo que hacen". Si hiciéramos un examen sincero descubriríamos que nosotros mismos hemos cometido faltas, hecho groserías,y herido sentimientos sin notarlo siquiera y si alguien nos ofendiera con verdadera intención deberíamos esforzarnos y mostrar aún más caridad ya que indudablemente la necesita. Esa es la forma en la que mostramos que amamos a nuestro Dios, amando a aquellos que parecen no merecerlo.

El tema fue tocado en la conferencia de octubre de 2013 por el presidente Dieter F. Uchtdorf. Los miembros nunca dijimos que fuésemos perfectos, es más, estamos en la Iglesia por motivo de que no somos perfectos.
En el sueño de Lehi sobre el árbol de la vida vemos que fueron aquellos que se mantuvieron sujetos a la barra, que no escucharon burlas ni insultos los que permanecieron participando del fruto del árbol. Debemos hacer un esfuerzo consciente por no distraernos, por recordar nuestros convenios, recordar cual es nuestro anhelo más grande y la verdadera razón por la que nos unimos a la Iglesia, si logramos hacer esto los ruidos de afuera poco a poco dejarán de molestarnos.  
No es una tarea sencilla, pero nuestra salvación es muy importante como para dejarla en manos de alguien más. Si continuamos con firmeza veremos que todas aquellas cosas que debamos soportar para mantener la cercanía de las bendiciones del sacerdocio en nuestra vida, son poca cosa comparadas con las abundantes bendiciones que recibimos y que recibiremos en la eternidad.


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