Lo mormón no quita lo católico




La enorme mayoría de los miembros de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en Latinoamérica tiene un pasado católico, más o menos reciente, aunque sea sólo en lo cultural y no en su práctica religiosa. Uno podría pensar que al entrar en la iglesia verdadera (volverse mormones) dejarían de ser católicos.

Eso es nominalmente correcto, en la mayoría de los casos. Pero casi nunca lo es en términos de las costumbres, las tradiciones y las actitudes. Y por desgracia, también puede interferir en nuestra forma de entender correctamente el evangelio, apreciar las bondades de la expiación, desarrollar poder en el Sacerdocio y, de paso, nuestro desarrollo personal, que viene siendo lo menos importante.

Me entristece ver cómo nos mantenemos atados al catolicismo, e incluso nos lo traemos al evangelio verdadero. Que seamos mormones no nos quita lo católicos. A veces es divertido observar esas conductas, pero otras es más que lamentable.

La cultura católica es europea medieval, opuesta por definición a la mentalidad europea reformista, que es progresista, persigue el culto, la lectura, la sobriedad, la industria y la devoción serena individual, más que la ostentosa parafernalia católica.

Lo más grave de nuestra "catoliquería" criolla retrógrada y tan difícil de expurgar es que vivimos creyendo que los aspectos más importantes del evangelio son los exteriores: llorar a moco tendido en funerales, discursar con un tono pausado y lelo, imitar el acento de los misioneros y líderes sajonamericanos que no saben hablar español, evitar ver la Conferencia General en casa (hay que ir, de riguroso traje y de tacones, a sufrir: que duela, que pese, que canse, que lastime, porque es manda). Los hermanos del sacerdocio se lucen desplegando y acomodando sillas, fungiendo como acomodadores en el estacionamiento, jalando cables, cargando televisores y bocinas, parados en las puertas y los pasillos de las capillas para saludar a todos, ¡¡¡PERO NUNCA SE SIENTAN A OÍR NI UN SOLO MENSAJE!!!

Lo más hilarante es que esos que quieren ir sangrando los cuellos de sus hijos con las camisas tiesas ceñidas con corbatas y los talones de sus esposas por los zapatos altos ¡¡¡SÓLO VAN A LA SESIÓN DEL DOMINGO EN LA MAÑANA!!! y a veces ni se enteran de que hay más sesiones.

Cierto: es un asunto más que complejo. En un artículo posterior (lo prometo) hablaré de por qué nuestra iglesia es un injerto nordeuropeo (para no decir anglosajón) en una civilización naciente, como es el mestizaje latinoamericano, de origen más bien mediterráneo. Vamos: una iglesia de corte protestante que se abre paso en una feligresía romana.

El protestantismo (y la iglesia SUD, que es su heredera en cultura, formato y modo) es un movimiento progresista, promotor de la lectura exhaustiva de las Escrituras, generador de un cúmulo notable de erudición (hay todo un gremio y más de diez centros de investigación en "estudios mormones" dentro y fuera de la BYU, que no le piden nada a las universidades bautistas y metodistas de la Costa Este), con ceremonias donde todos participan, todos hablan, todos cantan; es una movimiento abolicionista de la figura del "cura" que lee y dicta su interpretación a discreción, que sus prosélitos tienen que tragarse sin cuestionar.

Y así somos: el obispo debe ser infalible, estudiado, sabio, anciano (de preferencia), puro y su puesto como titular de la parroquia (perdón: barrio) debe ser vitalicio. Es casi cotidiano ver cómo se desata el llanto entre las plañideras (las hermanas, generalmente las conversas recientes) que lloran y hasta se ofenden a favor del obispo cuando éste ha sido relevado. Es uno de los golpes más duros a los que se somete un miembro nuevo, como que no ha dejado de ser católico, y del cual algunos no se recuperan.

Casi toda nuestra forma de pensar está llena de esas ideas propias de la teodicea católica. Nos encanta la parafernalia, la iconografía (las hermanas adoran esa nueva moda de adornar las capillas con las pinturas de Moroni con sus brazos hercúleos entrelazados para orar), el culto a las reliquias (hay que ver cómo los hermanos se aferran a manuales que tienen más de veinte años de haber sido actualizados, y cómo las hermanas ostentan su juego de escrituras que les heredó su bisabuela, en cuyo volumen de Doctrina y Convenios no aparecen todas las secciones), las festividades en Navidad, la conmemoración de la Independencia y las comilonas de despedida y bienvenida de misioneros propios y extraños, que sustituyen juntas el calendario santoral de fiestas patronales de Xochimilco.

Como buenos católicos mormones, solemos creer que el sufrimiento sin sentido nos "santifica", esa abnegación que no conduce a la obtención de ninguna virtud (a menos que pretender que no actuar y sólo dejar que se actúe sobre nosotros sea una virtud, pero el Señor claramente dice que no es así), querer buscar pruebas escandalosas de nuestra fe, la adoración a la madre pura e inmaculada (representada en esa frase tan matriarcal que es "la iglesia es perfecta, sus miembros no lo son", que suena tanto a "la Santa Madre es pura, sus hijos no lo son, pero la pureza y perfección de ella nos alcanza a todos para redimirnos de la imperfección"), la negación del poder universal de la Expiación (querer quemar con leña verde a los pecadores, en lugar de ofrecerles una mano), el aborrecimiento al padre (que le quitó a la madre su pureza), el miedo a un Dios vengativo y justiciero, etcétera, etcétera.

Todo eso, sumado a nuestra indisciplina, a la paupérrima cultura hispanoamericana, a un deficiente y malogrado sentido del humor y a la cerrazón heredada en la sangre y la cultura propia del indio lamanita, hace una combinación más que intrincada.

Claro, podemos cambiar, el Evangelio va cambiando algunas de nuestras formas de pensar. Sin embargo, está complicado: no es como decir "me volveré puntual" (eso es más fácil de hacer). Es modificar toda una forma de ser educado, de pensar, de crecer, de vivir.

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