Claramente el mormonismo tuvo inicios literarios que desarrollaron una literatura peculiar, un abundante legado olvidado en la mediocridad del actual discurso mormón. Ese legado debe buscarse en más que sólo las belles lettres (letras bellas); debe ser rescatado y reconocido en los inicios de la literatura, en los crudos materiales de los cuales surgen las letras puras: en una tradición oral de sabrosas anécdotas y leyendas llenas de imaginación, en los sermones coloridos y vigorosos que hicieron del Journal of Discourses una lectura fascinante, en los diarios y las cartas personales que revelan los triunfos y fracasos de las búsquedas espirituales del converso, del inmigrante y del colono, en los himnos que respiraban anhelo y deseo a una voz, expresiones conmovedoras de una fe alimentada por sueños milenarios y nutrida por irrigación. Estas cosas, si bien pueden clasificarse como subliteratura, llegaron a exhibir más el genio del mormonismo como fuerza y movimiento que los géneros literarios formales arrancados en tres ocasiones de su inspiración original. Es en estos temas y estas formas, en esta literatura naciente, que debemos tratar de encontrar lo que es, o lo que ha sido, el rasgo característico de la literatura mormona y qué puede ser promisorio.
Junto al Libro de Mormón en sí, el mormonismo aún no ha producido lo que podría llamarse un 'clásico religioso', que al mismo tiempo sea representativo y original, por ejemplo, como la Divina Comedia de Dante lo fue del catolicismo medieval, o el Libro de los mártires de Foxe lo fue de la Reforma protestante. El mormonismo no tiene unas Florecitas de San Francisco, ni una Imitación de Cristo de Tomás Kempis, ni un Paraíso perdido de John Milton, ni un Progreso del peregrino de Bunyan. El diario de Wilford Woodruff apenas se acerca a John Woolman, el santo cuáquero. Los diaros personales mormones, por coincidencia, son de un género literario primario: William Clayton, Hosea Stout, Charles L. Walker, George A. Smith, John D. Lee, y un sinnúmero de desconocidos.
El diario privado fue el confesionario mormón. Su conversión y todas las obras que la siguieron, eran parte del designio de Dios. La Historia era un desdoblamiento de la voluntad de Dios en la cual, humildemente regocijado, el autor desempeñó una parte, y él registraba las providencias milagrosas de Dios con la busqueda espiritual de los escritores puritanos. El autor del diario veía la mano del Señor en todas las cosas. Su diario era una especie de cuaderno de contabilidad, un minucioso recuento para ser usado en el Día del Juicio. Casi siempre piadoso y didáctico, también era frecuentemente una narración espeluznante y una vívida representación. Más allá de la introspección, la impresión dominante en los diarios mormones es que las heridas de las penas y la duda sanaban rápidamente: la carne era saludable, la fe triunfaba. Era como si los retratos de caras duras que solían colgar de las paredes del salón pudieran hablar. Los originales vivían: así de cálidamente humana era la caracterización.
Si, como nos dice Stephen Vincent Bennet en Western Star, la historia está falsificada por las generalizaciones, y nosotros podemos entenderla solamente cuando nos apercibimos del “diario vivir y morir bajo el sol”, entonces esta subliteratura de diarios mormones, despojada de pretensiones, nos ayudaría a entender la historia. En esos diarios hallamos algo del cotidiano vivir y morir de hombres y mujeres, débiles y valientes.
Hoy en día, en los hogares mormones la tradición del diario ha degenerado hasta ser un sensiblero “Libro de recuerdos”, genealogías y recuerditos personales, que casi siempre parecen museos de instantáneas muertas más que tesoros de experiencias de vida; y aún así el “Libro de recuerdos” largamente preparado por los miembros de la iglesia, es un género literario y, junto a las experiencias misionales y los testimonios orales sobre la fe que compartimos mensualmente, deberían ser respetados como una fuente literaria. Son parte de una rara tradición oral, lo mismo que la rica y muy mormona afición a contar relatos, esa literatura flotante que espera a ser compilada e inmortalizada en la imprenta, una enorme veta de humor y sabiduría popular que está lista para explotarse. Es tentador dar a esta tradición y a los himnos mormones la categoría de géneros literarios, así como a los sermones y a algunos de los célebres folletos defensores de la fe y de los santos; es tentador echar un vistazo a la biografía mormona, a la historiografía mormona y a los estudios académicos mormones para ver en cuántas formas diferentes se ha articulado la cultura. La simple enumeración puede sugerir cuán llenos de vida pueden ser los inicios de la literatura cuando reflejan en forma y en fondo lo que tiene verdadero valor en la experiencia mormona. ¿Cuán vívida y característica permanece esta experiencia cuando es transformada por una visión artística particular, la visión, por ejemplo, del novelista?
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